viernes, marzo 23, 2007

La Pesca del Atún


Recuerdo a mi bisabuelo en la forma de la imagen de un niño sentado en su regazo, escuchando historias de marineros y las letras sin música de una folía traída de Lanzarote. Imagino su barco saliendo al alba por la bocana del Guadiana, virando a babor, con la proa enfilada hacia la barra de la Costa de la Luz, buscando un banco plateado sobre el que echar las redes de cerco.
Al final de la primavera, un viento fuerte de poniente acercaba a las costas a los atunes que se dirigían a desovar al Mediterráneo. En septiembre volvían debilitados, empujados por el levante, con la morfología cambiada, sin saber que pesqueros de bajura guiados por marineros de Ayamonte e Isla Cristina saldrían a su encuentro. Cada año se repetía el ritual de los atunes rumbo al Estrecho y, con ellos, un trajín de pescadores, rederos, conserveros y comerciantes que vivían en torno a la pesca del atún, desde el Guadiana hasta la punta de Tarifa.
Imagino el barco de mi bisabuelo llegando a puerto, descargando los atunes rojos entre una algarabía de gaviotas y la mirada atenta de niños que aparcaban sus aros y sus canicas para observar el festival de la descarga. Un tiempo antes de que mi bisabuelo navegara aquellas aguas en su barco de pesca, en 1919, Sorolla inmortalizó en oleo sobre lienzo una de esas estampas de atunes desgarrados por las agallas, bajo un cielo anaranjado abrasado por un sol que se dejaba caer sobre el castillo de Castro Marim. Mi bisabuelo, recién llegado de su Lanzarote natal para hacer el servicio militar a bordo de "El Delfín", posó para Sorolla durante siete tardes de ese verano con su uniforme de marín por trece pesetas y dos cartones de Winston que compartiría con sus compañeros de barco. 
Aquel pescado del cuadro llegaría al mercado, a la cocina de alguna taberna de marineros o a la conservera de los Hermanos Concepción. Quizás acabaría impregnado de aceite, quién sabe, empujado al fondo de alguna lata por las manos de mi tatarabuela o de las empleadas de las que se encargaba en la conservera.
Mientras el cuadro viajaba en alguna bodega hacia la biblioteca de la Sociedad Hispánica de Nueva York, mi bisabuela cruzaba el Guadiana por su desembocadura, como los atunes, para dar a luz a un hijo isleño, que volvería rumbo al oeste, a ver la luz de la vida bajo el faro de Vila Real do Santo Antonio. Su juventud está ligada a la pesca del atún, como la vida de su padre, del que se decía que era el mejor conocedor de aquellos fondos marinos, y la de su hermano, que cosía las redes rotas por los aleteos de los atunes.
Pasé muchas tardes de mi infancia en la mesa camilla de mis abuelos, calentado por un brasero, escuchando historias de pescadores. Escuché que del atún se aprovecha todo: las ventrescas magras de los atunes de verano encebolladas, los lomos prietos de los atunes de primavera transformados en tacos de mojama en salazón, la piel y las espinas convertidas en harinas de pescado. Mi abuelo me habló del arte de la pesca en el corral de la almadraba, de subastas en las lonjas, de la búsqueda de los bancos de peces. Un día se encontró haciendo de tipógrafo en una Madrid inhóspita y así pasaría el resto de su vida, pero no recuerdo oírle hablar de aquello con la pasión con la que lo hacía de la pesca.
Hoy, desde Nueva York, a menos de un par de millas de la biblioteca en la que se encuentra el cuadro de mi bisabuelo, he leído que el atún rojo está en peligro de extinción. El artículo habla de una pesca despiadada apoyada por helicópteros, de subastas del pescado del Estrecho en lonjas de Japón, de la voracidad de comensales que se abalanzan sobre el atún crudo en los restaurantes de Tokio. A mí, la lectura me cuenta que muchos barquitos acabarán desvencijados en sus amarres, que muchas gentes dejarán de acercarse al puerto cada tarde, que el silencio se hará eco en las naves de las lonjas. Si un día se cierran las puertas de La Reina del Guadiana para siempre y los marineros se quedan en tierra, habrán acabado con la forma de vida de todo un pueblo. No creo que pudiera volver acercarme al dique de Isla Canela a esperar a barcos que no llegan. Si algún día desaperece la pesca del atún en la Costa de la Luz me habrán robado un trozo del alma marinera de mis mayores.

5 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Ya era hora

5:54 a. m.  
Blogger Sergio Patón Hinojo said...

Què t'empesques? Hola, cuanto sin saber de ti. Ya otro día me explicas donde empieza la literatura y donde la vida o al revés. Pero igual es como explicar los trucos de mágia que no te los crees porque mola más la mágia.

5:43 a. m.  
Blogger Antonio Miravent Martín said...

Soy de Ayamonte y tengo un blog en el que he publicado tu comentario sobre "La pesca del atún".. Probablemete no nos conozcamos pero me gustaría saber algo más de ti.. Suelo seguir a la gente de este pueblo que se marchó fuera.

Un abrazo.

Antonio Miravent Martín.

8:55 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Hola Sergio:
He llegado a tu blog desde el de Miravent siguiendo la pista a Sorolla.
Soy uno de los muchos desdendientes de los conserveros que citas y me gustaría decirte que "la reina del guadiana" tiene fábrica nueva (aunque ya no al lado del Guadiana; tiempos modernos)y ninguna gana de desaparecer.
Un abrazo desde Ayamonte

7:35 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Está ésto abandonado?

9:14 a. m.  

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